“Yo creo que Andrés Manuel López Obrador no será electo presidente de la República“, repetía yo cada vez a quien me preguntaba al respecto durante el año 2017. En un texto publicado aquí en junio del año pasado explicaba yo que la gran cosecha electoral levantada en los años 2016-2017 por el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) en los estados de Veracruz, Estado de México y Ciudad de México no aseguraba que su Presidente Nacional fuese a ganar las elecciones presidenciales de 2018. Para el mes de diciembre pasado yo auguraba que Claudia Sheinbaum tenía más probabilidades de ser electa que López Obrador y que la campaña construida alrededor de culto a la personalidad de este último sería su gran reto político durante el presente año.
Sin embargo, los resultados de las encuestas presentados durante la pasada semana insisten en demostrar lo errado de mis predicciones. López Obrador mantiene, como puntero en la intención de voto, una distancia considerable del segundo lugar ocupado por Ricardo Anaya. Creo que vale la pena señalar tres factores fundamentales que explican la ventaja de López Obrador: el primero es la crisis que el Partido de la Revolución Institucional (PRI) ha sufrido no sólo debido al enorme desprestigio sufrido por los grandes escándalos de corrupción tanto del Ejecutivo Federal como de varios estatales, sino por la intervención que desde el gobierno se hizo al partido. Históricamente, la Presidencia de la República ha conllevado el liderazgo supremo del partido de manera que el gobierno en turno y la estructura partidista estaban coordinadas con base en correas de poder que van desde las bases del PRI hasta su Comité Ejecutivo Nacional. Este tradicional y delicado ecosistema fue violentado cuando el “equipo Videgaray” impuso su ley en la persona de Enrique Ochoa tras el fracaso electoral de Manlio Fabio Beltrones en 2016. Reformar la percepción del partido desde el Ejecutivo Federal resultó en descontento generalizado y atrofia dentro de las maquinarias locales priistas. La (increíblemente disfuncional y decepcionante) candidatura de José Antonio Meade acabó por aletargar a las bases. A todo esto hay que sumar el contagio de impopularidad entre el gobierno de Enrique Peña y su candidato.
El segundo factor es la inoperancia del Frente conformado por el Partido Acción Nacional (PAN), el de la Revolución Democrática (PRD) y Movimiento Ciudadano (MC). Dicha inoperancia es resultado en parte de las dinámicas de cada partido miembro. El descontento por la manera en que Anaya aseguró la candidatura presidencial se traduce en falta de movilización entre las bases del PAN (aquellas que le dieron importantes resultados hace sólo dos años); por su parte, el PRD acabó por aportar muy poco ya que muy probablemente a partir de este año sólo gobierne los estados de Quintana Roo y Michoacán (que no tienen elección de gobernador este año) y el gobernador de éste último opera a favor de Meade Kuribreña. Es muy probable que estemos asistiendo al desahucio definitivo de este partido. Finalmente, MC tiene sus mayores probabilidades de triunfo en el Estado de Jalisco, en donde no va como parte del Frente. Estas dinámicas internas, junto con el discurso falto de personalidad de Ricardo Anaya, han impedido que el Frente se acerque a López Obrador. Lo peor es que el poco probable triunfo de Anaya significará una total inoperancia en el gobierno de coalición planeado con el Frente, no sólo por la incompatibilidad interpartidista que se manifestaría casi inmediatamente tras las elecciones sino también por la importante presencia legislativa que se prevé obtenga MORENA. Seria inoperancia, insisto, parece ser el destino del Frente.
Finalmente, el tercer factor es el perverso juego económico/político que ha estado jugando el gobierno de Donald Trump. Las condiciones que la administración Trump quiere imponer en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y que ni el gobierno de México ni el de Canadá han estado dispuestos a aceptar hasta ahora, han tenido desde el principio un componente electoral en el caso de México. La opción del gobierno mexicano ha sido entre aceptar condiciones desfavorables a cambio de una firma que permita reducir el impacto de la incertidumbre económica en las elecciones o una guerra arancelaria (que se inicia el día de hoy) que ponga aún mayor estrés sobre el ambiente electoral en nuestro país. No es que Donal Trump quiera favorecer que López Obrador gane las elecciones presidenciales en México sino que está dispuesto a hacer pagar caro al gobierno de Peña Nieto la osadía de no aceptar sus condiciones. De ganar, López Obrador no le deberá su triunfo al presidente Trump pero si le deberá el hecho de iniciar su presidencia en una situación económica y política muy inestable.
Así pues, y reconociendo que aún pueden cambiar las cosas, mi dicho que “Andrés Manuel López Obrador no será electo presidente de la República” goza cada vez de menos certeza.